Qué difícil es a veces para el ser humano ser coherente con las propias críticas. No es ningún secreto que en España la crítica es el deporte nacional, lo hacemos tanto que es una lacra para nuestra cultura, pues casi siempre se trata de la versión destructiva. De entrada emitir un juicio es positivo, es decir, cuando se critica algo es porque el que lo hace cree tener razones superiores al o a lo que critica, cree saber que tiene una información, una experiencia o un dato que le capacita para juzgar. Hasta aquí todo bien.
El asunto deja de tener ese sesgo positivo cuando el que realiza la crítica no hace nada por aplicarse el cuento, es decir, no es coherente con lo que acaba de decir aplicado en su propia vida. La coherencia es un arte difícil donde los haya, se tarda toda una vida en superar las propias contradicciones; todos caemos en ellas todos los días, quien diga lo contrario se engaña
Los hay que prefieren no criticar, pero entonces se pierden la oportunidad de aprender de si mismos, es decir, de descubrir la propia proyección de su juicio. Enjuiciar algo y ver qué parte de la propia vida está en la misma situación y tiene el mismo patrón de conducta es uno de los ejercicios más saludables para el propio crecimiento personal.
Pongamos algunos ejemplos para ilustrar el “aplícate el cuento”. Alguien habla de que otros no hacen algo para solucionar un problema y no hace nada para solucionar los propios, o critica el maltrato pero se maltrata a si mismo o a los demás, maldice el poder pero cuando lo puede ejercer abusa más aún de él que al que critica, o arremete contra la actuación de los demás sin moverse de su silla, sin tratar de hacer nada por nivelar su propia balanza de dejadez y desidia. El arma que se esgrime para defender el propio fallo es la justificación, ¿uno puede justificar su error pero no puede justificar el de los demás?, otra incoherencia.
¿Tienen derecho a criticar los que no hacen nada por marcar la diferencia de aplicarse a si mismos lo que predican? Bajo mi punto de vista ese derecho hay que ganárselo a fuerza de coherencia, y cuando uno se lo gana ha de ejercerlo preferiblemente con espíritu constructivo. A veces esto no es posible, sobre todo cuando el que ejerce el abuso no desea enmendarse de ninguna forma, pero suele haber alternativas constructivas que a veces no vemos por nuestras propias proyecciones. Es todo un arte el encontrarlas y trabajar la versión constructiva de lo que criticamos.
El filo de lo “correcto” y lo “incorrecto” tiene muchos aspectos a tener en cuenta, si no hay una base sólida en la que basar los juicios, cualquier cosa puede ser justificable, incluso el no juicio, y no aplicar el buen juicio es la mayor de las catástrofes para la mente racional. Hacemos las cosas siempre en base a razones que justificamos, si dejamos de enjuiciar nuestras propias razones para actuar, nos convertimos en seres irracionales con potencial destructivo ilimitado. El examen de conciencia es un ejercicio de salud mental y emocional imprescindible para cualquier ser humano que desee llegar a ser su mejor versión, y no un pálido reflejo de lo que podría llegar a ser.
Según este punto de vista ¡claro que hay que enjuiciar!, seguido de una reflexión sobre los propios patrones de conducta, ver en qué parte de su vida uno puede estar haciendo lo mismo, aplicarse el propio cuento, y después actuar en consecuencia también para cambiar el exterior. O dicho de otra manera, cambiar el propio mundo interior para saber cómo cambiar el exterior hacia la excelencia verdadera, la coherente. Si no hacemos por el cambio, si dejamos de usar la crítica constructiva, entonces lo que ejercemos es la cobardía de no ser capaces de juzgarnos en nuestros propios errores y enmendarlos.
La crítica destruye cuando no va acompañada de una voluntad de actuar en consecuencia, pero es imprescindible y construye cuando hay un deseo de mejorarse y mejorar las cosas, el entorno, la sociedad, el planeta; el cielo es el límite para el que usa el buen juicio de forma creativa para el bien propio y común.